ASESINATO DE PRIM




Juan Prim y Prats (Reus, 16 de diciembre de 1814 - Madrid, 30 de diciembre de 1870), conde de Reus y vizconde del Bruch, fue un militar y político progresista del siglo XIX que llegó a ser Presidente del Consejo de Ministros de España. En su vida militar participó en la Primera Guerra Carlista y en la Guerra de África, donde mostró relevantes dotes de valor y temeridad. Tras la Revolución de 1868 se convirtió en uno de los hombres más influyentes en la España del momento, patrocinando la entronización de la Casa de Saboya en la persona de Amadeo I. Murió asesinado poco después.


El General Prim, murió asesinado el 30 de Diciembre de 1870, poco después de la llegada del nuevo rey, Amadeo I, a España, a causa de las heridas infectadas que le causó un atentado que sufrió tres días antes.

SALIDA DEL PARLAMENTO


El 27 de diciembre de 1870 todo estaba preparado en España para la inminente llegada de Amadeo I. En el Parlamento, el general Juan Prim y Prats, de 56 años, presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra, capitán general de los Ejércitos, marqués de los Castillejos y conde de Reus, acababa de conseguir la aprobación de las últimas propuestas relacionadas con la Casa Real. Tan sólo le quedaba por hacer en el palacio de las Cortes, y tenía que preparar el viaje a Cartagena, al día siguiente, para recibir al monarca.

Eran alrededor de las 19,30 y caía una espesa nevada. El general se despidió con cortesía de diputados y ministros, cruzó unas tensas palabras con el líder de los republicanos y se dirigió a su coche, una berlina verde de cuatro ruedas tirada por dos caballos que le aguardaba en la puerta del Congreso, con los cristales cerrados para proteger el interior del frío y la tormenta de nieve. El cochero puso en marcha el vehículo en cuanto subieron el general y sus acompañantes: el coronel Moya, que se sentó en la delantera, y su ayudante personal, Nandín, que se acomodó a su lado, en el asiento trasero.

La berlina emprendió la ruta habitual, por la calle del Turco (hoy Marqués de Cubas), hacia el Ministerio de la Guerra (Palacio de Buenavista), donde estaba la residencia presidencial.

EL ATENTADO



Al llegar a la calle del Turco –que habría de convertirse en la calle de Prim por los hechos a suceder– el cochero observó que había dos carruajes de caballos atravesados en el angosto camino. Tuvo que detener la berlina en medio de la densa nevada. Un segundo después el coronel Moya se asomó a la portezuela para tratar de arreglar la situación y contempló con alarma cómo tres individuos vestidos con blusas, sin duda alertados de la llegada de Prim, se dirigían hacia el coche armados con lo que le parecieron carabinas o retacos, aunque uno de ellos llevaba con seguridad una pistola. No tuvo tiempo nada más que para decir: “Bájese usted, mi general, que nos hacen fuego”.

Sus palabras quedaron interrumpidas por el ruido de las detonaciones, al menos tres por el lado izquierdo y otras dos por el derecho. Los cristales se quebraron y uno de los asesinos consiguió meter en el interior de la berlina el cañón del arma que portaba; tan cerca del general Prim que la cara de éste quedó tatuada por los granos de pólvora. Su ayudante, Nandín, en un movimiento desesperado, trató de protegerlo interponiendo su brazo. Las balas le destrozaron la mano, y quedaron esparcidos esquirlas y pedazos de carne abrasada.

La agresión duró sólo unos segundos, apenas los mismos que el cochero tardó en reaccionar, golpeando con su látigo casi por igual a los agresores y a los caballos hasta romper el cerco y huir hacia la calle Alcalá.

Se dirigieron a toda prisa hacia el Ministerio de la Guerra. Al llegar a palacio los dos heridos descendieron de la berlina, ayudados por Moya y el cochero. El general subió por su propio pie la escalerilla del ministerio, apoyándose en la barandilla con la mano afectada y dejando en el suelo un reguero de sangre. Al encontrarse con su esposa forzó un gesto tranquilizador para decirle que sus heridas no revestían gravedad.

Cuando llegaron los médicos apreciaron rápidamente los destrozos en los dedos de la mano derecha, de tal envergadura que fue preciso amputar de inmediato la primera falange del anular, quedando en peligro de amputación el índice. Aunque lo más preocupante era el “trabucazo” que el general presentaba en el hombro izquierdo. Le había sepultado al menos ocho balas en la carne. Los cuidados médicos se prolongaron hasta la madrugada. A las dos de la mañana se le habían extraído siete balas.

Nandín, el ayudante, fue trasladado a la casa de socorro más cercana, donde se le diagnosticó que perdería el movimiento de la mano, que le quedaría seca e inservible; pero quizá –le dijeron– no tendrían que amputársela. Entre tanto, las noticias difundidas mentían sobre la gravedad de las lesiones: se quería que fuesen tranquilizadoras, en un momento en que era preciso mantener la calma en el Estado. Aún cuando las heridas no eran demasiado graves, el hecho que se infectaran le provocó la muerte tres días después.

Algunos indicios señalan al duque de Montpensier y al regente general Serrano como instigadores y al republicano José Paúl y Angulo como ejecutor con otros nueve hombres. El estudio del abogado reusense Antonio Pedrol Rius aclaró en 1960 el misterio de su asesinato en cuanto a autores materiales (Paúl y Angulo y otros), pero en cuanto a los instigadores nada puede demostrarse sin duda razonable, pues los indicios sobre Montpensier y Serrano se basan en que los asesinos fueron reclutados por sus hombres de confianza, pero no en pruebas directas.

martes, 12 de enero de 2010

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